...Aunque tu seas un ladrón y
aunque no tienes razón yo
tengo la obligación de socorrerte...
Rubén Blades
Tiempo
más tarde, en el callejón 4 de la esquina El Puñal, Luis Alejandro
Beltran recordaba en un parpadeo los años de vida entre los bloques
52 y 54 de la Sierra Maestra; se crió en las fauces del barrio “El
Plan” en la parroquia 23 de Enero de Caracas. Su madre, María del
Rosario Beltrán, mulata de piel gruesa, cuerpo robusto y mirada
desafiante, oriunda del Cafetal, un poblado montañoso de muchos
árboles, casas hechas de bahareque, zinc y calles empedradas,
ubicado remotamente en el Estado Miranda.
Llegó
a la capital producto del éxodo que se desarrolló en la época de
los años 40 y 50, traslado que le costó dos décadas de trabajo en
una vieja hacienda que perteneció a los Bolívar y Ponte, llamada
Horizonte. Allí transcurrió su vida como criada de la familia
Prieto Guerrero, puesto que heredo de su madre,
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Barriadas en los cerros de Caracas |
luego de que ésta
falleciera a causa de una deficiencia respiratoria en medio del
cumpleaños del hijo menor del hacendado, asunto, que María del
Rosario asumió como un castigo, ya que a sus once años jamás había
pactado para tales oficios, pero el Mayor Prieto Guerrero señaló
que era responsabilidad de María del Rosario ocuparse de los deberes
que su madre había incumplido, por lo tanto, ella les pertenecía
por naturaleza. Labor que a sus dieciséis años terminaría, cuando
el Mayor Prieto Guerrero la siguió a las orillas del rio Sanare e
intento seducirla en el momento que María del Rosario se encontraba
desnuda lavando los harapos sucios como acostumbraba todos los
domingos por la tarde.
A
causa del descontento por no disponer a su antojo, el Mayor Prieto
Guerrero acusó a María del Rosario de robarle la cadena de bautizo
de su hijo menor Alfredo Guerrero, repudiándola y enviándole a
trabajar como recolectora en los campos lacerados de cacao; lugar
donde dio ha luz a sus dos hijos, el primero, Luis Alejandro Beltrán,
quien por ser el mayor permaneció más tiempo con su padre Gilberto
Seguera, compartiendo infinitas horas de trabajo en los cañaverales
al pie de la montaña. Un año más tarde, nació José Alberto
Beltrán su hijo menor, quien falleció al contraer pulmonía días
antes de cumplir los siete años.
María
del Rosario siempre se caracterizo por ser una mujer de fuerte
carácter y la muerte de su hijo resulto para ella una jugada del
destino. A su marido Gilberto Seguera, la muerte de su hijo le
deterioro a tal punto que murió tiempo después a los 62 años, a
causa de una extraña enfermedad en el hígado que los médicos
diagnosticaron de manera tajante como una cirrosis, probablemente por
su exceso en la bebida.
Tiempo
más tarde, María del Rosario y su hijo Luis Alejandro, se
enterarían de la noticia por medio de una carta que le entrego una
prima del occiso mientras éste se encontraba a la afueras del pueblo
trabajando en una mina de carbón en el oriente.
El
arte de la guerra
Para
nadie es un secreto que años de políticas clasistas, abandono,
desinterés, racismo y exclusión por parte de la burguesía hacia
los sectores populares, dejaron ver de manera pragmática la miseria
dibujada en las orillas de los cerros, ríos, plazas y al pie de las
montañas del valle de Caracas.
En
el año 46, Luis Alejandro cumplía sus quince años de vida, ¡vaya
vida!,
murmuró, “salimos
de Guatemala pa´ guatepeor…que bolas, jodidos, sin plata y sin
comida en el racho, ¡yo mismo soy vale!, hasta cuando este peo mamá,
usted trabaje en lo suyo que yo hago lo mío”. Lamentos
que escucho su madre al fondo del rancho y que mantuvo en silencio
con aires de culpa, mientras su diestra ocupaba una taza de café
negro y su garganta ferrosamente engullía la ultima pieza de pan
salado sobre la mesa.
Entre
ceja y ceja, para Luis Alejandro su realidad era una interminable
escalera en forma de caracola, el olor a cloaca y un aire denso como
de cementerio, que dejaron entre sus precoces manos una rutina de
vida acelerada, donde el tiempo es marcado por la aguja del fierro y
dios declara el libre albedrío.
Juego
macabro
A
sus 22 años Luis Alejandro o mejor conocido en el barrio y las zonas
aledañas como el “Guitarrero”, apodo que le fue otorgado en los
bajos fondos por el charrasqueo que producían sus armas de gran
alcance y de contundencia masiva. Como dicen en el barrio, “no
creía en nadie” y era siempre el primero que repicaba en las
balaceras contra la policía o demás bandas; desarrolló en su
oficio una agilidad casi admirable en su forma de manejar aquellos
poderosos fierros, así como, su conocimiento sobre ellos, imitando
casi perfectamente con su voz el sonido que producen al accionarlas.
Algunos comentan, que su apodo se debe a las tremendas parrandas
donde terminaba cantando y bailando solo a las seis de la mañana
gritándole al barrio su bien conocido “No
se oye”.
Junto
a sus colegas, Luis Alejandro llegó a manejar grandes cantidades de
drogas y conformaron una de las bandas más poderosas y peligrosas
del “Plan de Manzano”.
Si
naciste pa´ martillo, del cielo te caen los clavos
En
la madrugada del 3 de Noviembre del 1957, en plena rumba en la
barraca, cerro de callejones sin salidas y un terreno ingobernable,
Luis Alejandro el “Guitarrero” que llevaba a cinco en las
costillas, fue sorprendido por lo que describe como una ráfaga de
plomo, una luz incandescente que parpadeaba sin cesar sobre su
cuerpo, logró distinguir la silueta de un hombre poseído por una
brutal violencia desparramada, que descargaba su arma sin
remordimiento alguno sobre todo aquel que estuviera a su paso; “a
pesar de estar armado, no logre ver quien era, ni mucho menos sacar
el arma, en unos segundos me encontraba en el suelo, sujetándome el
estomago y vomitando sangre”. Luis
Alejandro, tendido en el suelo y sin lograr levantarse recuerda haber
escuchado por breves segundos la voz de su madre, y ver en el
instante preciso en que su mirada se desvanecía, una niebla blanca
en la que su hermano menor José Alberto Beltrán volaba una cometa
en la callejuela del Cafetal, el lugar donde nacieron, “Me
desmaye y no supe más nada”.
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Santo Ismael o Santo Malandro |
Para
su suerte, despertó dos días después en el Hospital Pérez
Carreño, defecando en bolsa, respirando artificialmente con un
pulmón perforado y la clavícula rota, su madre quien desde siempre
lo acompaño a pesar del entrañable dolor de ver a su hijo casi
morir y caer varias veces en la cárcel, jamás le abandono. A pesar
de lo miserable que para su hijo era la vida, lo acompaño durante
las peores horas en el hospital, donde Luis Alejandro apenas se
lograba sostener del marfil del enrejado de su cama y sobrevivía al
dolor por el adormecimiento de las agujas de morfina.
Saliendo
al ruedo
Luego
de un par de semanas en cama, Luis Alejandro y su madre se despiden
del pestilente olor a enfermedad y la sarna contraída por las
sabanas del hospital; a pesar de la agonizante experiencia y de estar
al filo de la muerte, para Luis Alejandro lo sucedido no eran más
que gajes del oficio y a las pocas horas en compañía de algunos
amigos y familiares descarrilados, contemplaba su increíble suerte y
alardeaba sobre su reputación en el barrio. A cambio, para María
del Rosario, la situación era la gota que derramo el vaso, para ella
su hijo no era más que un desalmado, que a causa de la droga, las
malas juntas y una situación de pobreza conllevaron a crear tal
demonio, un ser sin razón y sentimiento, que salió de su vientre a
causar estragos. Como madre jamás se lo perdono.
El
mensajero
La
mañana del 3 de Noviembre del 1969, María del Rosario recibió la
noticia que durante 32 años le había robado el sueño, fue entonces
cuando una vecina, Amargo Quintero, luego de subir a cuesta con su
niño en brazos, toco la puerta del rancho de María, “lo
recuerdo con claridad,
me encontraba
en la cocina cortando unas cebollas, sentí que la noticia me había
llegado antes que tocara a mi puerta, una presencia escalofriante que
me rozo el hombro y un viento con olor a flores de cementerio levanto
las cortinas; lo primero que me vino a la mente fue Luis
Alejandro...algo le paso”.
Punto
final
Esa
mañana, Luis Alejandro no vario la rutina que siempre cumplía con
precisión, por lo que no demoró mucho en vestirse; salió a fumar
un cigarro mientras su madre preparaba el desayuno y recalentaba el
café en la hoyita vieja de peltre que la abuela había dejado. Un
amigo de la infancia, que lo retuvo en una conversación durante unos
minutos, le advertía que el “Chuito”, su némesis, lo andaba
buscando, por lo que para él, era mejor que se resguardara en casa
por unos días, Luis Alejandro, soltó la carcajada, “no
vale chico, yo no me le escondo a nadie”;
su madre, detrás de las cortinas, apretaba con fuerzas la mandíbula
mientras su hijo arrogantemente alardeaba sobre su suerte. A los
pocos minutos, Luis Alejandro decidió bajar al mercado principal de
los frailes en busca de pan y de un encargo que le habían dejado;
“lo oí
salir del rancho, pero sin detenerse me echo la bendición, bajo
deprisa como si algo lo aguardara”.
Para su sorpresa, dicen algunos testigos, que Luis Alejandro llego al
callejón 4 de la esquina El Puñal y entro a la panadería del
portugués, para luego seguir su camino al mercado donde el encargo
lo esperaba; tres hombres fuertemente armados lo abordaron, abriendo
fuego contra su humanidad, Luis Alejandro sorprendido corrió hasta
que sus piernas desistieron de sus principales funciones, cayo herido
a un par de metros, mientras que los tres asesinos descargaban todas
sus municiones sobre su cuerpo ya moribundo.
Amor
y Control
María
del Rosario, jamás imagino tener que enterrar a sus dos hijos, era
innatural llevar a sus primogénitos al campo santo, puesto que
ellos, deberían cargar su féretro a lo que Dios le llamara. Para
ella, aquellas palabras de su hijo quedarían cinceladas en su
subconsciente y marcarían el destino de una trágica escena, que
lamentaría hasta el día de su muerte.
…Mucho
control y
Mucho amor
Para afrentar a la desgracia…
Por Jair Sandino Mata.